"Quien se pronuncia por el camino reformista en lugar de y en oposición a la conquista del poder político y a la revolución social no elige en realidad un camino más tranquilo, seguro y lento hacia el mismo objetivo, sino un objetivo diferente: en lugar de la implantación de una nueva sociedad, elige unas modificaciones insustanciales de la antigua." Rosa Luxemburgo

jueves, 31 de enero de 2013

Democracia y Presupuesto

por Carlos Javier Bugallo Salomon


Resulta cada vez más evidente que la democracia es el recurso ideal para evitar que el presupuesto público incurra en deudas con el fin de enriquecer a políticos corruptos o al sector financiero, de subvenir gastos corrientes –y no subir los impuestos a los más pudientes- o improductivos (por ejemplo, gastos militares).

Contamos ya como ejemplo a estudiar y a desarrollar con la iniciativa llevada hace poco a nivel local, tanto en España como en América Latina, de los presupuestos participativos.
Además de permitir que los ciudadanos participen en la elaboración de los presupuestos, estos municipios innovadores les presentan las cuentas del año anterior, dándoles la oportunidad de que puedan ver qué se ha hecho, qué se ha decidido y cómo se va a hacer.

El presupuesto participativo complementa la democracia representativa con la participación directa de la ciudadanía en los asuntos que le afectan, en este caso la elaboración y aprobación de los presupuestos; emergiendo como una innovación al servicio de las instituciones democráticas, a partir de la articulación de la ciudadanía y la administración pública, acercando una a la otra y distinguiendo un espacio público común.

Los presupuestos participativos suponen ciertos mecanismos distintos a los que estábamos acostumbrados:

a)            Entender la ciudadanía desde una dimensión activa, no meramente pasiva (consultiva), que gira alrededor de la capacidad de reflexión y decisión de la ciudadanía en temas que la involucran directamente.
b)            La constitución de criterios racionales capaces de guiar una toma de decisiones. No se trata de repartir el dinero ni de dividir una tarta en porciones, sino de organizar los recursos existentes, siempre limitados, por medio de unos criterios públicos. Los presupuestos participativos se conforman como procedimiento que trata de definir esos criterios de forma participativa. Lo que puede suponer, en verdad, un grado de racionalización del que carece, con mucho, la democracia representativa.
c)            Del trato individualizado que la administración hace de las quejas, propuestas y reivindicaciones, los presupuestos participativos intentan tratarlas por medio de una red ciudadana, donde el ciudadano va a afrontar siempre al otro como medio de alcanzar una propuesta.
d)           La elaboración del presupuesto resulta así un proceso previsible, público y consensuado, en el que la ciudadanía puede saber qué va a pasar más adelante. Todo el mundo sabe a qué atenerse o, al menos, se puede cuestionar y exigir una explicación de lo que se ha hecho. La ciudadanía, por ello, se dota de la capacidad de pedir cuentas.

Estando justificada en sí misma como buen sistema de tratamiento para la vida local, la iniciativa de los presupuestos participativos tiene una virtualidad añadida: se convierte en un instrumento de pedagogía política para que los ciudadanos profundicen en la necesidad y posibilidades de su incorporación a foros más amplios de intervención en otros ámbitos de la vida social (regional, nacional, europeo y mundial). Esto es ya una posibilidad realmente factible, dadas la mayor capacitación ciudadana que ha logrado la universalización del sistema público de enseñanza, y el nivel alcanzado por el uso de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación en los países de nuestro entorno; que resulta una necesidad social si se tiene en cuenta la baja estimación que se tiene actualmente de los cauces por los que discurre la vida política y de las instituciones que los regulan.[1]

Sin embargo la imagen que otros economistas tienen del proceso político democrático es bastante negativa. Por ejemplo, Joseph A. Schumpeter sostenía que “el ciudadano normal desciende a un nivel inferior de prestación mental tan pronto como penetra en el campo de la política. Argumenta y analiza de una manera que él mismo calificaría de infantil si estuviese dentro de la esfera de sus intereses efectivos. Se hace de nuevo primitivo.”. Para él era incontrovertible que,”en realidad, el pueblo no plantea ni decide las controversias, sino que estas cuestiones, que determinan su destino, se plantean y deciden normalmente para el pueblo.”[2]

Sobre esta premisa Schumpeter elabora también una interpretación de la democracia distinta a la tradicional o ‘clásica’, en la que “democracia no significa ni puede significar que el pueblo gobierne efectivamente, en ninguno de los sentidos evidentes de las expresiones ‘pueblo’ y ‘gobernar’. La democracia significa tan sólo que el pueblo tiene la oportunidad de aceptar o rechazar los hombres que han de gobernarle. Pero como el pueblo puede decidir esto también por medios no democráticos en absoluto, hemos tenido que estrechar nuestra definición añadiendo otro criterio identificador del método democrático, a saber: la libre competencia entre los pretendientes al caudillaje por el voto del electorado.”[3]

Schumpeter se interrogó también sobre la ‘eficiencia’ económica del gobierno democrático; y aunque era partidario de este tipo de gobierno –sobre todo porque las alternativas no le convencían- estaba persuadido de que la ‘guerra política’ entre los distintos adversarios hacía que la legislación y la administración se convirtiesen, en este modelo, en un “subproducto de la lucha por la conquista del poder”.[4]

En suma, a Schumpeter le debemos una teoría del proceso político democrático en la que los electores se comportan irracionalmente y en la que la competencia entre los ‘caudillos políticos’ genera unos resultados ineficientes. Lo cual resulta paradójico, pues la racionalidad y la competencia de los agentes económicos son la clave de bóveda sobre la que los economistas liberales se apoyan para dictaminar el carácter eficiente de la economía de mercado. En realidad es una contradicción flagrante: lo que es válido para la economía no puede dejar de serlo para la política.

Pero el análisis de Schumpeter resulta singular, además, por la novedad que supone considerar la democracia como un ‘método’ entre otros de gobierno, que debe valorarse únicamente desde el punto de vista de la eficacia y eficiencia con la que permite alcanzar los objetivos políticos. Esta concepción instrumental de la democracia supone una ruptura radical con la concepción ‘clásica’ de la misma, en cuanto era esta concebida como un bien en sí mismo, que protegía y elevaba la dignidad de las personas.

Schumpeter también creía que se podía mejorar el funcionamiento de la democracia a partir de cuatro condiciones:
1.                  El material humano de las personas que forman parte de los partidos políticos, y ocupan puestos electos en el parlamento y en el gabinete, debe ser de una calidad suficientemente elevada.
2.                  El dominio efectivo de la decisión política –esto es, de la esfera dentro de la cual deciden los políticos- no debe ser demasiado dilatado.
3.                  La existencia de una burocracia que goce de buena reputación, dotada de un sentido del deber y de un esprit de corps no menos fuerte; y que debe guiar e instruir a los políticos e, incluso, constituir un poder con derecho propio.
4.                  Un nivel intelectual entre los electorados y los parlamentos que los dote de sentido crítico suficiente para no verse atraídos por ‘fulleros’ y ‘farsantes’. A esta condición la llama ‘autodisciplina democrática’.[5]

Esta interpretación instrumental, elitista y limitada de la democracia ha sido actualizada ahora por una corriente de pensamiento denominada de la ‘gobernanza económica’ (economic governance), que cuenta con un predicamento social creciente, y que renuncia a considerar la democracia como un fin en sí mismo y sólo se preocupa por sus efectos sobre el desarrollo económico, entendido este en un sentido muy estrecho. Para esta escuela de pensamiento el buen Gobierno es el que provee de las normas y los recursos necesarios para asegurar el respeto a la propiedad privada y el cumplimiento de los contratos establecidos entre particulares en el mercado. Por ello no resulta sorprendente que algunos de sus miembros hayan llegado a la siniestra conclusión, de que cuando el Gobierno fracasa en el cumplimiento de estas tareas otras instituciones privadas de tipo mafioso (Mafia siliciana, Yakuza japonesa, etc.) han ocupado bastante bien su lugar.[6]

La mejor réplica al elitismo democrático ha sido formulada por el conocido economista Dani Rodrik. Si reconocemos que los mercados requieren reglas, debemos preguntarnos quién escribe esas reglas. Los economistas que denigran el valor de la democracia a veces hablan como si la alternativa al gobierno democrático fuera la toma de decisiones de reyes-filósofos platónicos de mentes elevadas –idealmente economistas.            

Sin embargo, este escenario no es ni relevante ni deseable. Cuanto más baja la transparencia, representatividad y responsabilidad del sistema político, más probabilidades hay de que intereses especiales se apropien de las reglas. Por supuesto, también se puede capturar a las democracias. Pero siguen siendo nuestra mejor salvaguarda contra el régimen arbitrario.[7]

En conclusión, la democracia no es sólo una forma de gobierno que se justifica por sí misma sino que también es el mejor método de conducción de la política en relación con los intereses de la mayoría. Esta verdad tan simple como poderosa es desde algo más de dos siglos denostada y  combatida por los conservadores de toda laya; y como ejemplo, sirva el siguiente comentario del analista económico del Financial Times, Samuel Brittan que llegó a escribir: “Para escapar de nuestros apuros no necesitamos otra revolución en la teoría económica, sino una revolución en las ideas constitucionales y políticas que nos libre de la trampa de la democracia ilimitada...”[8]

CARLOS JAVIER BUGALLO SALOMÓN                              Xirivella, Enero de 2013
Licenciado en Geografía e Historia                                             
Diplomado en Estudios Avanzados en Economía


[1] Ernesto Ganuza Fernández y Carlos Álvarez de Sotomayor: “Ciudadanía y democracia: los presupuestos participativos”, en Ernesto Ganuza Fernández y Carlos Álvarez de Sotomayor (coords.): Democracia y presupuestos participativos, Barcelona, ed. Icaria, 2003, pp. 27-34.
[2] Joseph A. Schumpeter: Capitalismo, socialismo y democracia, Barcelona, ed. Folio, 1984, pp. 335 y 338.
[3] Joseph A. Schumpeter: ibídem, p. 362.
[4] Joseph A. Schumpeter: ibídem, pp. 363 y s.
[5] Joseph A. Schumpeter: ibídem, pp. 368-73.
[6] Avinash K. Dixit: “Economic governance”, en  Steven N. Durlauf y Lawrence E. Blume (eds): The New Palgrave Dictionary of Economics Online, Palgrave Macmillan, 2008. Disponible en
dictionaryofeconomics.com/article?id=pde2008_E000260>
[7] Dani Rodrik: Economistas y democracia, en
sts-and-democracy/spanish>
[8] Samuel Brittan: “¿Puede la democracia dirigir una economía?, en Robert Skidelsky: El fin de la era keynesiana, Barcelona, ed. Laia, 1982, p. 84.