"Quien se pronuncia por el camino reformista en lugar de y en oposición a la conquista del poder político y a la revolución social no elige en realidad un camino más tranquilo, seguro y lento hacia el mismo objetivo, sino un objetivo diferente: en lugar de la implantación de una nueva sociedad, elige unas modificaciones insustanciales de la antigua." Rosa Luxemburgo

jueves, 31 de enero de 2013

Debates sobre el déficit y el endeudamiento público

por Carlos Javier Bugallo Salomon


El déficit presupuestario y por consiguiente el recurso al endeudamiento público no ha existido siempre ni en todas partes. Son numerosas la sociedades que lo han ignorado o han hecho un uso ocasional del mismo.[1]

Las primeras formas de endeudamiento verdaderamente ‘modernas’ surgieron en algunas ciudades de la Italia del Renacimiento, como Florencia o Venecia. Las características de este tipo de endeudamiento son:

a)      Aunque parezca una perogrullada decirlo, este endeudamiento es público en el sentido de que  su pago compromete económicamente al Gobierno, y no a las finanzas personales de un rey o líder político como en el pasado.
b)      La segunda característica, ligada por muchos aspectos a la anterior, es la continuidad. La deuda pública existe en la medida en que los compromisos de los miembros de un Gobierno son respetados por los que les suceden.
c)      La tercera característica concierne al conocimiento de la deuda. El público debe conocer el monto exacto de la deuda del Gobierno para que el ciudadano pueda tener confianza de que pueda reembolsarse. [2]

Desde muy pronto –finales de la Edad Media- las reflexiones se multiplicaron en torno a la cuestión de la deuda pública. Pero la primera reacción fue de índole moral, es decir sobre la licitud del pago de intereses por parte de las autoridades, ya que en esa época dominaba la concepción religiosa de que era ilegítimo percibir intereses por una deuda.

Hay que esperar al siglo XVIII para encontrar un reflexión específica, en términos económicos, sobre el endeudamiento público. Y encontramos dos tipos de respuesta, diametralmente opuestas.

La primera de ellas, que surge en Francia, ve en el recurso al endeudamiento como una forma de aumentar la circulación del dinero, que reposaba de forma ociosa en forma de tesoros.

La segunda estaba más extendida, sobre todo en Inglaterra, teniendo como principal defensor al famoso economista Adam Smith. Este y otros autores se mostraron hostiles a la deuda pública, insistiendo sobre los peligros que representa la movilización del ahorro para financiar los gastos improductivos del Estado.

Posiblemente esta reacción adversa al endeudamiento esté condicionada por el hecho de que, tradicionalmente, el recurso a la deuda pública se haya producido para subvenir las necesidades de la guerra. Esto ocurrió así en las ciudades italianas del Renacimiento, en las monarquías europeas de los siglos XVII y XVIII, y aún tiene su parte de explicación en el colosal endeudamiento contemporáneo de los Estados Unidos.

También de un tenor crítico era la opinión de Karl Marx, quien señaló con gran perspicacia tres cuestiones esenciales. La primera, que la expansión de la deuda pública se puso desde le principio al servicio del capital comercial, para sufragar los gastos que el colonialismo y las guerras provocaban, necesarios para el ‘reparto’ de los nuevos mercados que aparecieron en la era de los descubrimientos (siglos XVI-XIX). La segunda, que la deuda pública fue una de las palancas más poderosas para la primitiva acumulación de capital, es decir de aquel proceso que enriqueció a unos pocos y los puso en condiciones de emprender la Revolución industrial. Y la tercera, que mediante la deuda pública, el Estado se ‘alienaba’ a favor de intereses privados, poniéndose en dependencia de los mismos, y por lo tanto políticamente en deuda con ellos. [3]

A lo largo del siglo XIX aparece una tercera opinión que defiende el endeudamiento público con fines ‘productivos’, y que reclama del Estado ‘moderación’ y ‘prudencia’.

Un punto de inflexión en el desarrollo de estos debates fue la obra de John Maynard Keynes  Teoría general del empleo, del interés y del dinero, aparecida en 1936, pocos años después de que estallase la Gran Depresión de 1929. La idea central del libro es que, en períodos de depresión, el gasto público es un arma eficaz para obtener un equilibrio de pleno empleo, y por lo tanto para aumentar la actividad económica, lo que en un plazo determinado permitirá financiar la deuda pública de tal forma que no pasará a las generaciones venideras.[4]

Entre la profusión de teorías críticas vigentes en la actualidad con la política fiscal ideada por Keynes, vamos a destacar tres que nos parecen más apropiadas.

La primera crítica afirma que en los casos en los que el déficit público es elevado y, por tanto, hay que emitir una gran cantidad de deuda, el Estado tiene que competir con las empresas por la captación del ahorro. Por tanto, la emisión de la deuda pública se hará a unos tipos de interés que la hagan atractiva a los ojos de los inversores.

Esta situación puede causar una subida de los tipos de interés, haciendo más difícil y costoso la financiación de la inversión de las empresas. Esto es lo que se conoce como ‘efecto expulsión’ del sector privado de la economía por parte del sector público.

Para la escuela de pensamiento de los monetaristas, el efecto neto del déficit sobre la demanda total es nulo, puesto que la expansión de la demanda como resultado del aumento del gasto público o de la disminución de impuestos es contrarrestado por la disminución de la demanda, ocasionada por el descenso de la inversión privada.[5]

Sobre la posibilidad del efecto expulsión cabe decir lo siguiente:

1.                  Cuando la política fiscal expansiva se pone en marcha para combatir una situación de recesión, en la cual existen recursos sin utilizar, las empresas se ven afectadas favorablemente del aumento del gasto público al poder aumentar la producción y, con ello, los beneficios.
2.                  La expansión fiscal eleva los tipos de interés, pero también aumenta la producción y la renta, y con la renta el nivel de ahorro en la economía. Este aumento del nivel de ahorro permite, a su vez, financiar un mayor déficit presupuestario sin desplazar totalmente el gasto privado.
3.                  El efecto expulsión no tiene por qué producirse si el banco central acomoda la expansión fiscal elevando la oferta monetaria. La política monetaria es acomodaticia cuando en el curso de una expansión fiscal se eleva la oferta monetaria –es decir, el banco central compra la deuda pública emitiendo moneda- con el fin de impedir que suban los tipos de interés. La acomodación monetaria también se denomina monetización de los déficit presupuestarios, lo que significa que el banco central imprime dinero para comprar los bonos con los que el Estado paga su déficit. Por lo tanto, no tiene por qué producirse efectos adversos en la inversión.[6]

La posibilidad de monetizar el déficit público entraña un riesgo evidente, que ha sido objeto de preocupación y de crítica: si la expansión fiscal se ejecuta en una situación en que los recursos económicos no están subempleados, o se emplea en gastos no productivos, el aumento de la demanda global no producirá en realidad una expansión de la producción, sino de los precios (inflación). Sin embargo, debe quedar claro que la monetización de la deuda no tiene que provocar per se el aumento de los precios; si la deuda pública se emplea con los objetivos apuntados, el crédito que el banco central concede al Estado equivale al que la banca privada concede a las familias y empresas.[7]

La segunda crítica ha sido formulada por un keynesiano de izquierdas, el economista John K. Galbraith. Según este autor, un defecto fundamental de tales políticas es su carácter fatalmente rígido. Por un lado el gasto público tiene tendencia a aumentar pero luego deja de estar sujeto a reducción; por otro lado los impuestos se ajustan automáticamente a los aumentos o disminuciones de la renta disponible, pero salvo en casos aislados –como en el caso extremo de una guerra- tienen tendencia a no aumentar. Por tanto, concluye Galbraith: “Si los gastos pueden aumentarse pero no reducirse y los impuestos pueden reducirse pero no aumentarse, la política fiscal se convierte, evidentemente, en una vía de dirección única. Funcionará a las mil maravillas contra la deflación y la depresión, pero no muy bien contra la inflación.”[8]

En nuestra opinión este hecho es importante no sólo porque impide utilizar la política fiscal para combatir la inflación, sino también porque impide generar los necesarios superávit para amortizar el pago de la deuda contraída en los periodos de recesión. Esto hace que la deuda se eternice y se vaya acumulando recesión tras recesión.

Galbraith apunta a dos hechos explicativos de la rigidez de los impuestos a subir. El primero es de índole cultural.“Un aumento en los impuestos cuando suben los precios parece una acción peculiarmente gratuita a todo el mundo, salvo a los ciudadanos más ilustrados. Se paga un precio mayor por los artículos y el Gobierno añade el insulto al daño al aumentar los impuestos. Pocas acciones económicas parecen más antinaturales.”[9]

El otro hecho es de carácter social, que no es otro que el poder y la influencia de los grupos económicamente privilegiados, que recusan toda acción económica que afecte a sus ingresos. En palabras de Galbraith:

“Si los salarios y por tanto el consumo de los obreros deben restringirse en interés de exigencias preventivas de la economía que están fuera de su capacidad, surgirán también a consideración las reclamaciones de otros preceptores de renta. También tendrá que examinarse lo que se exige por beneficios, otras rentas de la propiedad, sueldos de los ejecutivos e ingresos de los profesionales. Y no se podrá objetar que el consumo de los ricos, y aun de los muy ricos, es sólo una pequeña parte del total.”[10]

La tercera crítica viene dirigida desde el marxismo, y es aplicable tanto a la política fiscal como a la monetaria; ambas, en efecto, se plantean como medidas de estabilización a partir de la asunción teórica de que los problemas de la inflación y del desempleo son la expresión, sencillamente, de un desajuste entre la demanda y la producción; por lo tanto, ambas pretenden ejercer su acción benéfica actuando sobre la demanda, bien a través de la manipulación de la Oferta Monetaria bien a través del Presupuesto. Pero este es un planteamiento demasiado abstracto que no tiene en cuenta que no existe una producción ‘en general’, sino siempre modos de producción diferenciados. En el caso del modo de producción capitalista, este tiene por guía rectora la obtención de beneficios, y la política monetaria y fiscal sólo serán efectivas -en el terreno del empleo- si ayudan a recuperar y mantener una tasa de beneficios que permita la valorización y la acumulación del capital.

Por supuesto que Keynes era consciente de esto y lo tiene en cuenta al hablar en repetidas ocasiones de la ‘eficiencia marginal del capital’ en su libro Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero; sin embargo, consideró que el trabajo teórico importante a realizar debía centrarse en “la función de demanda global” y que los problemas de la oferta “lleva consigo pocas consideraciones que no sean familiares”.[11] Esto es una lástima, pues Keynes hubiera podido enlazar sus análisis sobre la demanda agregada con el realizado por Marx sobre la tendencia de la tasa de beneficios capitalista a decaer tendencialmente.




CARLOS JAVIER BUGALLO SALOMÓN                              Xirivella, Enero de 2013
Licenciado en Geografía e Historia                                              
Diplomado en Estudios Avanzados en Economía


[1] Maurice Aymard: “En guise de conclusión”, en Jean Andreau, Gérard Béaur y Jean-Yves Grenier: La dette publique dans l’histoire, Paris, Comité pour l’Histoire Économique et Financière de la France, 2006, p. 474.
[2] Jean-Yves Grenier: “Introduction: dettes d’État, dette publique”, en Jean Andreau, Gérard Béaur y Jean-Yves Grenier: op. cit., pp. 2-5.
[3] Éric Toussaint: “La deuda pública: esa alienación del Estado”, en Daniel Millet y Éric Toussiant (ed.): La deuda o la vida. Europa en el ojo del huracán, Barcelona, ed. Icaria, 2011, pp. 227-233; y James O’Connor: La crisis fiscal del Estado, Barcelona, ed. Península, 1981, pp. 234-6.
[4] Jean-Yves Grenier: op. cit., pp. 7-13.
[5] Alcides José Lasa: “Monetarismo versus keynesianismo: el debate sobre la efectividad de la política económica”, en Análisis Económico, vol. III, N° 2 (Julio-Diciembre de 1984), p. 6. Disponible en
[6] Rudiger Dornbusch y Stanley Fischer: Curso breve de macroeconomía, Madrid. ed. McGraw-Hill, 1995,  pp. 146 y s.
[7] Mario Seccareccia y Atul Sood: “Government debt monetization and inflation: a somewhat jaundiced view”, en Hassan Bougrine (ed.): The economics of public spending: debts, deficits and economic performance, Cheltenham (UK), ed. Elgar Publishing, 2000, pp. 102 y s.
[8] John Kenneth Galbraith: El dinero. De dónde vino / Adónde fue, Madrid, ed. Hyspamérica, 1983, pp. 320 y s.
[9] John Kenneth Galbraith: ibídem, p. 323.
[10] John Kenneth Galbraith: op. cit., p. 359.
[11] John Maynard Keynes: Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero, Madrid, ed. Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 87.