por Carlos Javier Bugallo Salomon
El déficit
presupuestario y por consiguiente el recurso al endeudamiento público no ha
existido siempre ni en todas partes. Son numerosas la sociedades que lo han
ignorado o han hecho un uso ocasional del mismo.[1]
Las primeras formas
de endeudamiento verdaderamente ‘modernas’ surgieron en algunas ciudades de la Italia del Renacimiento,
como Florencia o Venecia. Las características de este tipo de endeudamiento
son:
a)
Aunque parezca una perogrullada decirlo,
este endeudamiento es público en el sentido de que su pago compromete económicamente al
Gobierno, y no a las finanzas personales de un rey o líder político como en el
pasado.
b)
La segunda característica, ligada por
muchos aspectos a la anterior, es la continuidad. La deuda pública
existe en la medida en que los compromisos de los miembros de un Gobierno son
respetados por los que les suceden.
c)
La tercera característica concierne al conocimiento
de la deuda. El público debe conocer el monto exacto de la deuda del Gobierno
para que el ciudadano pueda tener confianza de que pueda reembolsarse. [2]
Desde muy pronto
–finales de la Edad Media-
las reflexiones se multiplicaron en torno a la cuestión de la deuda pública.
Pero la primera reacción fue de índole moral, es decir sobre la licitud del
pago de intereses por parte de las autoridades, ya que en esa época dominaba la
concepción religiosa de que era ilegítimo percibir intereses por una deuda.
Hay que esperar al
siglo XVIII para encontrar un reflexión específica, en términos económicos,
sobre el endeudamiento público. Y encontramos dos tipos de respuesta,
diametralmente opuestas.
La primera de
ellas, que surge en Francia, ve en el recurso al endeudamiento como una forma
de aumentar la circulación del dinero, que reposaba de forma ociosa en forma de
tesoros.
La segunda estaba
más extendida, sobre todo en Inglaterra, teniendo como principal defensor al
famoso economista Adam Smith. Este y otros autores se mostraron hostiles a la
deuda pública, insistiendo sobre los peligros que representa la movilización
del ahorro para financiar los gastos improductivos del Estado.
Posiblemente
esta reacción adversa al endeudamiento esté condicionada por el hecho de que,
tradicionalmente, el recurso a la deuda pública se haya producido para subvenir
las necesidades de la guerra. Esto ocurrió así en las ciudades italianas
del Renacimiento, en las monarquías europeas de los siglos XVII y XVIII, y aún
tiene su parte de explicación en el colosal endeudamiento contemporáneo de los Estados
Unidos.
También de un tenor crítico era la opinión de
Karl Marx, quien señaló con gran perspicacia tres cuestiones esenciales. La
primera, que la expansión de la deuda pública se puso desde le principio al
servicio del capital comercial, para sufragar los gastos que el colonialismo y
las guerras provocaban, necesarios para el ‘reparto’ de los nuevos mercados que
aparecieron en la era de los descubrimientos (siglos XVI-XIX). La segunda, que
la deuda pública fue una de las palancas más poderosas para la primitiva
acumulación de capital, es decir de aquel proceso que enriqueció a unos pocos y
los puso en condiciones de emprender la Revolución industrial. Y la tercera, que mediante
la deuda pública, el Estado se ‘alienaba’ a favor de intereses privados,
poniéndose en dependencia de los mismos, y por lo tanto políticamente en deuda
con ellos. [3]
A lo largo del
siglo XIX aparece una tercera opinión que defiende el endeudamiento público con
fines ‘productivos’, y que reclama del Estado ‘moderación’ y ‘prudencia’.
Un punto de
inflexión en el desarrollo de estos debates fue la obra de John Maynard Keynes Teoría general del empleo, del interés y del
dinero, aparecida en 1936, pocos años después de que estallase la Gran Depresión de
1929. La idea central del libro es que, en períodos de depresión, el gasto
público es un arma eficaz para obtener un equilibrio de pleno empleo, y por lo
tanto para aumentar la actividad económica, lo que en un plazo determinado
permitirá financiar la deuda pública de tal forma que no pasará a las
generaciones venideras.[4]
Entre la profusión
de teorías críticas vigentes en la actualidad con la política fiscal ideada por
Keynes, vamos a destacar tres que nos parecen más apropiadas.
La primera crítica
afirma que en los casos en los que el déficit público es elevado y, por tanto,
hay que emitir una gran cantidad de deuda, el Estado tiene que competir con las
empresas por la captación del ahorro. Por tanto, la emisión de la deuda pública
se hará a unos tipos de interés que la hagan atractiva a los ojos de los
inversores.
Esta
situación puede causar una subida de los tipos de interés, haciendo más difícil
y costoso la financiación de la inversión de las empresas. Esto es lo que se
conoce como ‘efecto expulsión’ del sector privado de la economía por parte del
sector público.
Para la escuela de pensamiento de los
monetaristas, el efecto neto del déficit sobre la demanda total es nulo, puesto
que la expansión de la demanda como resultado del aumento del gasto público o
de la disminución de impuestos es contrarrestado por la disminución de la
demanda, ocasionada por el descenso de la inversión privada.[5]
Sobre la
posibilidad del efecto expulsión cabe decir lo siguiente:
1.
Cuando la política fiscal expansiva se
pone en marcha para combatir una situación de recesión, en la cual existen
recursos sin utilizar, las empresas se ven afectadas favorablemente del aumento
del gasto público al poder aumentar la producción y, con ello, los beneficios.
2.
La expansión fiscal eleva los tipos de
interés, pero también aumenta la producción y la renta, y con la renta el nivel
de ahorro en la economía. Este aumento del nivel de ahorro permite, a su vez,
financiar un mayor déficit presupuestario sin desplazar totalmente el
gasto privado.
3.
El efecto expulsión no tiene por qué
producirse si el banco central acomoda la expansión fiscal elevando la
oferta monetaria. La política monetaria es acomodaticia cuando en el curso de
una expansión fiscal se eleva la oferta monetaria –es decir, el banco central
compra la deuda pública emitiendo moneda- con el fin de impedir que suban los
tipos de interés. La acomodación monetaria también se denomina monetización
de los déficit presupuestarios, lo que significa que el banco central
imprime dinero para comprar los bonos con los que el Estado paga su déficit.
Por lo tanto, no tiene por qué producirse efectos adversos en la inversión.[6]
La posibilidad de monetizar el déficit
público entraña un riesgo evidente, que ha sido objeto de preocupación y de
crítica: si la expansión fiscal se ejecuta en una situación en que los recursos
económicos no están subempleados, o se emplea en gastos no productivos, el
aumento de la demanda global no producirá en realidad una expansión de la
producción, sino de los precios (inflación). Sin embargo, debe quedar claro que
la monetización de la deuda no tiene que provocar per se el aumento de
los precios; si la deuda pública se emplea con los objetivos apuntados, el
crédito que el banco central concede al Estado equivale al que la banca privada
concede a las familias y empresas.[7]
La segunda crítica
ha sido formulada por un keynesiano de izquierdas, el economista John K.
Galbraith. Según este autor, un defecto fundamental de tales políticas es su
carácter fatalmente rígido. Por un lado el gasto público tiene tendencia a
aumentar pero luego deja de estar sujeto a reducción; por otro lado los
impuestos se ajustan automáticamente a los aumentos o disminuciones de la renta
disponible, pero salvo en casos aislados –como en el caso extremo de una
guerra- tienen tendencia a no aumentar. Por tanto, concluye Galbraith: “Si
los gastos pueden aumentarse pero no reducirse y los impuestos pueden reducirse
pero no aumentarse, la política fiscal se convierte, evidentemente, en una vía
de dirección única. Funcionará a las mil maravillas contra la deflación y la
depresión, pero no muy bien contra la inflación.”[8]
En nuestra opinión
este hecho es importante no sólo porque impide utilizar la política fiscal para
combatir la inflación, sino también porque impide generar los necesarios
superávit para amortizar el pago de la deuda contraída en los periodos de
recesión. Esto hace que la deuda se eternice y se vaya acumulando recesión tras
recesión.
Galbraith apunta a
dos hechos explicativos de la rigidez de los impuestos a subir. El primero es
de índole cultural.“Un aumento en los impuestos cuando suben los precios
parece una acción peculiarmente gratuita a todo el mundo, salvo a los
ciudadanos más ilustrados. Se paga un precio mayor por los artículos y el
Gobierno añade el insulto al daño al aumentar los impuestos. Pocas acciones
económicas parecen más antinaturales.”[9]
El otro hecho es de
carácter social, que no es otro que el poder y la influencia de los grupos
económicamente privilegiados, que recusan toda acción económica que afecte a
sus ingresos. En palabras de Galbraith:
“Si los salarios
y por tanto el consumo de los obreros deben restringirse en interés de
exigencias preventivas de la economía que están fuera de su capacidad, surgirán
también a consideración las reclamaciones de otros preceptores de renta.
También tendrá que examinarse lo que se exige por beneficios, otras rentas de
la propiedad, sueldos de los ejecutivos e ingresos de los profesionales. Y no
se podrá objetar que el consumo de los ricos, y aun de los muy ricos, es sólo
una pequeña parte del total.”[10]
La tercera crítica
viene dirigida desde el marxismo, y es aplicable tanto a la política fiscal
como a la monetaria; ambas, en efecto, se plantean como medidas de
estabilización a partir de la asunción teórica de que los problemas de la
inflación y del desempleo son la expresión, sencillamente, de un desajuste
entre la demanda y la producción; por lo tanto, ambas pretenden ejercer su
acción benéfica actuando sobre la demanda, bien a través de la manipulación de la Oferta Monetaria
bien a través del Presupuesto. Pero este es un planteamiento demasiado
abstracto que no tiene en cuenta que no existe una producción ‘en general’,
sino siempre modos de producción diferenciados. En el caso del modo de
producción capitalista, este tiene por guía rectora la obtención de beneficios,
y la política monetaria y fiscal sólo serán efectivas -en el terreno del
empleo- si ayudan a recuperar y mantener una tasa de beneficios que permita la
valorización y la acumulación del capital.
Por supuesto que
Keynes era consciente de esto y lo tiene en cuenta al hablar en repetidas
ocasiones de la ‘eficiencia marginal del capital’ en su libro Teoría general
de la ocupación, el interés y el dinero; sin embargo, consideró que el
trabajo teórico importante a realizar debía centrarse en “la función de demanda
global” y que los problemas de la oferta “lleva consigo pocas consideraciones
que no sean familiares”.[11] Esto
es una lástima, pues Keynes hubiera podido enlazar sus análisis sobre la
demanda agregada con el realizado por Marx sobre la tendencia de la tasa de
beneficios capitalista a decaer tendencialmente.
CARLOS JAVIER BUGALLO SALOMÓN Xirivella, Enero
de 2013
Licenciado en Geografía e Historia
Diplomado en Estudios Avanzados en Economía
[1] Maurice
Aymard: “En guise de conclusión”, en Jean Andreau, Gérard Béaur y Jean-Yves
Grenier: La dette publique dans l’histoire, Paris, Comité pour
l’Histoire Économique et Financière de la France, 2006, p. 474.
[2] Jean-Yves
Grenier: “Introduction: dettes d’État, dette publique”, en Jean Andreau,
Gérard Béaur y Jean-Yves Grenier: op. cit., pp. 2-5.
[3] Éric
Toussaint: “La deuda pública: esa alienación del Estado”, en Daniel
Millet y Éric Toussiant (ed.): La deuda o la vida. Europa en el
ojo del huracán, Barcelona, ed. Icaria, 2011, pp. 227-233; y James
O’Connor: La crisis fiscal del Estado, Barcelona, ed. Península, 1981, pp. 234-6.
[4] Jean-Yves Grenier: op. cit., pp. 7-13.
[5] Alcides José Lasa: “Monetarismo versus
keynesianismo: el debate sobre la efectividad de la política económica”, en Análisis Económico, vol. III, N° 2
(Julio-Diciembre de 1984), p. 6. Disponible en
[6] Rudiger
Dornbusch y Stanley Fischer: Curso breve de macroeconomía,
Madrid. ed. McGraw-Hill,
1995, pp. 146 y s.
[7] Mario Seccareccia y Atul Sood: “Government debt monetization and inflation: a
somewhat jaundiced view”, en Hassan Bougrine (ed.): The economics of
public spending: debts, deficits and economic performance, Cheltenham (UK), ed. Elgar
Publishing, 2000, pp. 102 y s.
[8] John Kenneth Galbraith: El dinero. De dónde vino / Adónde fue,
Madrid, ed. Hyspamérica, 1983, pp. 320 y s.
[9] John Kenneth Galbraith: ibídem, p. 323.
[10] John Kenneth Galbraith: op. cit., p. 359.
[11] John
Maynard Keynes: Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero,
Madrid, ed. Fondo de Cultura Económica, 1986, p. 87.